miércoles, 24 de julio de 2013

II

¿Cuántos siglos habían pasado desde entonces? No estaba segura. A penas recordaba lo que era sonreír, intuía vagamente que hubo tiempos mejores pero la actualidad se presentaba irremediablemente vacía y parecía que la vida hubiese sido siempre así. Andrea se acostumbraba muy rápido a la tristeza.
En realidad solo había pasado una semana desde el quiebre con Alfredo, pero la profundidad de su dolor era tal que sobrevivir a la agonía de un día se sentía como cargar con un año de amargura. Claro, nadie más lo sabía. La amistad que Alfredo había ofrecido se diluyó paulatinamente quedando solo vagas palabras un par de veces a la semana. Nunca quiso saber mucho de ella, pero debía mostrar interés para reducir la culpa de haberle roto el corazón. Alfredo estaba demasiado ocupado con sus problemas y las cosas de la nueva tienda, no había espacio para escuchar las tristezas de una niña.
Para la segunda semana la situación se hizo insoportable;  Andrea dejó de comer y de salir, no se levantaba de la cama, no hacía nada más que llorar y dormir. Su cuerpo se fue debilitando de a poco; estaba pálida y fría todo el día, en la noche llegaba la fiebre y pensamientos delirantes comenzaban a asediarla; escuchaba voces que le decían que era mala, que nadie la quería, que no merecía nada. Otras veces escuchaba pasos como los de Alfredo u olores que le recordaban a él, así en medio de la fiebre comenzaba a repetir su nombre como buscándolo, pero nunca lo encontró. En medio de la noche despertaba preguntando en medio de lágrimas ¿por qué? ¿Por qué me hiciste eso? ¿Por qué no me mataste? La muerte, entre todo su tormento, aparecía entonces como una solución que se llevaría consigo el agónico pasar de los últimos días
El día miércoles alguien tocó su puerta, con algo de esfuerzo se levantó para abrir. La figura que reflejaba el espejo de la entrada parecía no corresponder con como ella se recordaba,  se dio cuenta de lo pequeños que estaban sus ojos y abrió la puerta con la extrañeza de no reconocerse.  En el umbral estaba Ana, con las manos cargadas de bolsas de súper mercado y dejando en claro que le debía un gran favor:
-          ¡Me debes una grande Andrea!
-          ¿Qué pasó?
-          ¿Qué pasó? ¡Mírate! Has faltado una semana a clases y parece que esta semana tampoco tienes pensado ir
-          No…
-          Pues yo he decidido que al menos debes comer –dijo levantando las bolsas.
-          Estoy comiendo
-          Claro que no, mírate.
-          Tengo los ojos pequeños… no me quiero ver
-          Me he ido de la casa.
-          ¿Por qué?
-          No les ha parecido bien que esté embarazada
-          ¿¡Estás embarazada?!
-          Tres meses
-          ¿y Rodrigo?
-          No sé de él desde el Sábado
-          ¿va a saber?
-          No lo sé
-          ¿Helado de chocolate y una película para llorar?
-          Por favor
Andrea conocía a Ana desde hace poco. Tuvieron un semestre intenso trabajando juntas en casi todos sus ramos y se hicieron buenas compañeras. Era una buena persona pero algo egocéntrica, por algún motivo estaba convencida de que todo en la vida tenía que ver con ella; para bien y para mal. Cuando Andrea desapareció de clases se creó la insensata idea de que no la quería ver más y por eso no iba. La llamó una noche preguntando por que ya no quería ser su amiga, ahí se enteró del quiebre con Alfredo. Comprendía muy bien ese dolor: quién ella creía era el amor de su vida se fue de viaje a Brasil por dos semanas… y habiendo pasado más de un mes no parecía querer volver, Ana intuía que no lo volvería a ver.
Ana Luz era fuerte, tenía todo lo que a Andrea le faltaba; personalidad, fortaleza, extroversión. Quizás por eso cuando estaban juntas Andrea intentaba ser fuerte, no quería que la viera llorar, no quería que la viera triste, como siempre no quería que nadie viera sus tormentos, porque el único que los conoció salió huyendo.
Comieron helado, vieron una película y pidieron una pizza. No querían hablar, las dos estaban sufriendo, las dos estaban solas en esa ciudad tan vacía, sabían que nada las haría sentirse mejor, sentían lo extraño que era seguir vivas con el corazón roto. No eran las mejores amigas, pero ahora la vida las unía en el dolor y la compañía en los momentos difíciles es siempre un bien preciado. Andrea estaba enferma, no es buena idea comer tanto después de tantos días sin probar bocado, Ana la acostó en su cama y le hizo un té de hierbas, luego se fue a dormir al sofá.
A las tres de la mañana Ana despertó con los gritos de Andrea, corrió a su pieza pero se paralizó en la puerta; Andrea abrazaba sus piernas y se hundía en un llanto desconsolado, gritaba y pedía clemencia, que por favor parara, que por favor la matara. Se llevaba las manos a la cabeza y gritaba aún más fuerte, parecía un dolor insondable. Ana sintió miedo pero corrió a abrazarla.
-          ¡Andrea! Andrea no pasa nada, estoy aquí, mírame…
-          No quiero más
-          ¿Qué no quieres más?
-          No quiero más –repetía extenuada.
-          Andrea estoy aquí, calma, todo va a pasar.

La presencia de Ana calmó un poco a Andrea que aún estaba confundida, no sabía si soñaba. Ana puso su cabeza en su regazo y comenzó a cantarle una canción. Andrea se durmió llorando.

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