El lunes
pasado en un ramo de la universidad debíamos explorar nuestra adolescencia –como
si ya hubiéramos salido de ella- y contactarnos con esos sentimientos y
emociones que primaban en esos años escolares.
Sucede que al parecer me he contactado demasiado bien con esas
sensaciones juveniles y ahora, como si de ponerse en el papel se tratara, me
siento realmente la adolescente que era unos años atrás, al menos en los
aspectos más enérgicos de ese periodo.
Que la vida es una mierda parece ser
la información básica a la que todos accedemos al entrar a la adolescencia. De
pronto todo está mal y hay dos formas de enfrentar la situación;
extrovertidamente; “¡El mundo es una mierda! ¡No hay nada que perder! ¡Diversión
y descontrol” o introvertidamente “ ¡Oh! ¡Por dios! El mundo es una mierda,
como sufro, nadie me entiende, que se joda la humanidad, no quiero vivir”. Debo admitir que yo fui (¿y sigo siendo?) la
adolescente de la opción dos: El mundo era una mierda, todo estaba mal, parecía
que no calzaba con nadie y eso me provocaba mucha tristeza... si bien nunca
pensé “nadie me quiere” porque en realidad yo no quería a nadie... constantemente
sentía que “algo faltaba”.
Una segunda etapa de mi adolescencia
fue la del desdén y la soberbia; El mundo no solo era una mierda, yo no era
parte de él y eso me confería el poder necesario para observar hacia abajo a
esos estúpidos seres humanos y reírme de ellos en sus caras –después de todo,
la ironía estaba fuera de sus registros-.
La típica niña llorando por un
hombre una semana, por otro a la semana siguiente, los increíblemente profundos
dilemas de qué color me queda mejor y los absurdos enredos de faldas-pantalones
y las ridículas competencias de quién besa a más chicos este semestre
¿Realmente la adolescencia debía implicar esos absurdos niveles de ridiculez? Obviamente
me negaba a ser parte de un colectivo tan patéticamente imbécil, tan lejano a
las cuestiones profundas de la vida y tan encerrado en una multitud de máscaras
que cambiaban cada día. Quizás me alejé demasiado y por eso ya nunca pude
volver a ser parte de un grupo humano, quizás dejé el carácter lúdico de la
vida demasiado escondido, quizás el constante filosofar y pensar en la vida me
llevó fuera de la vida misma pero no me arrepiento.
Y bien, ahí está ese pedazo de mi
vida, ahí está la adolescencia con todos sus pros y sus contras... tal vez el
ejercicio experiencial me llegó muy al fondo, o la relectura de “el túnel” (y
mi parecido en esos años al protagonista) me contactó con una parte de mí que
tenía escondida primero sea como sea estos días me vengo sintiendo extrañamente
cercana a esos años; con un humor negro demasiado exacerbado, con una soberbia
demasiado palpable y con un sentimiento de saber más que los demás demasiado
alentador. Sí, debo reconocerlo, la humildad se me fue a la punta de los pies.
No puedo evitar reírme de los inútiles esfuerzos de mis compañeros para
escribir un mail medianamente decente o de los diálogos de sordos que se
entablan entre ellos, no puedo evitar pensar en las absurdas actitudes de
quienes vagamos por los pasillos de FACSO.
Sí, la vida sigue siendo una mierda,
solo que se complica con el pasar de los años ¿cómo soportarla sino riéndose de
ella? ¿De qué otra manera tomar los absurdos de la gente sino con la cómoda
protección de la risa?
Ah! yo sé lo que pasa, sé lo que
hago. Me conozco tanto, soy tan absurda también. Pero ya que uno tiene que
tomar armas para enfrentar el mundo, nada mejor que una buena distancia de
escudo y ganas de reírse de este teatro para soportarlo al menos.